jueves, octubre 19, 2023

Stalin-Beria. 1: Consolidando el poder (33): La vuelta del buen rollito comunista

La URSS, y su puta madre
Casi todo está en LeninBuscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado 


Estamos ya a finales de 1933. Un momento en el que los esfínteres comunistas claramente se están relajando por primera vez en mucho tiempo. La cosecha del otoño del 33 fue buena; el hambre comenzó a reducirse y la impresión de que el Plan Quinquenal se había cumplido también se hizo general. En ese momento, la gran parte del Politburo, es decir, de la elite comunista, estaba por decir algo como: “bueno, tú has dicho cosas, yo he dicho cosas, y lo mejor es que todos nos olvidemos de todo”. Habían sido tiempos muy duros; había habido gente que se había puesto muy nerviosa y había criticado; pero, al fin y al cabo, todos eran devotos y sinceros comunistas y se querían unos a otros.

Ja.

Paradójicamente, el principal apoyo de los moderados frente a Stalin no era un político. Era Máximo Gorki (seudónimo de Alexei Maximovitch Peshkov), el celebérrimo escritor que había sido repatriado a la URSS y alojado en ella en unas condiciones con las que casi ni siquiera los mandatarios del Partido podían soñar. Entre los políticos, el principal abogado de la vía reconciliadora era Sergei Kirov. Kirov tenía entonces 47 años y estaba unido a la revolución desde 1904, es decir, desde adolescente. Su fidelidad a Stalin estaba sobradamente adverada, algo que se había hecho evidente en 1926, cuando la caída de Zinoviev hizo necesario encontrar un candidato para dirigir el Partido en Leningrado. Aquel año, Kirov fue nombrado miembro candidato del Politburo, organismo en el que entró con todas las de la ley cuatro años después. Kirov, dicen quienes lo conocieron, nunca dejó del todo de ser Sergei Mironovitch Kostrikov, el hombre de Viatka, una triste provincia al noreste de la URSS; un hombre del pueblo que, en su oficina, recibía a todo tipo de personas y, a menudo, les ayudada en sus cuitas particulares.

Kirov era un gran creyente en la idea estalinista de que lo que tenía que hacer la URSS era industrializarse lo más posible y lo antes posible. Pero eso, sin embargo, no le llevaba a defender la colectivización acelerada. Se ocupó personalmente de que el proceso fuese más atemperado en Leningrado e, incluso, hay testigos que le escucharon decir que Stalin mantenía una posición demasiado histérica al respecto. Si lo dijo, lo que es totalmente imposible es que Stalin no se enterase.

El gran apoyo de Kirov en su línea conciliadora era Ordzhonikizde. Cada vez que Kirov iba a Moscú, dormía en el apartamento de su amigo y ambos, al parecer, hablaban por teléfono diariamente. Su relación era muy intensa y enraizada, pues venía de los tiempos de la guerra civil. Por otra parte, se ha supuesto que Kuybishev, Rudzutak y Kosior también eran miembros del Politburo sensibles a la necesidad de un mejor rollito en la URSS. Otros adoptaban posiciones más equilibradas, léase cínicas. Es el caso de Kalinin, quien gustaba de decir que la represión y el terror eran cosas muy malas muy malas de la maldad total; pero que, sin embargo, el régimen no tenía más remedio que hacer uso de ello. Un nota, el señor jefe del Estado.

Fuera del Politburo, otro buen amigo de Kirov era Milhail Tukhachevsky, un hombre que tenía que ser un auténtico genio militar pues, pese a ser un oficial zarista y haberse unido a la revolución tardíamente (1918), logró acumular suficientes galones comunistas durante la guerra civil como para hacerse respetar. Eso sí, ya le hemos visto enfrentarse a Stalin a cuenta de las relaciones con Alemania. Tukhachevsky, en todo caso, había recibido el mando de las fuerzas militares soviéticas en Leningrado y allí, lógicamente, armó una sólida amistad con el jefe del Partido, que no era otro que Kirov.

El partido de la reconciliación, pues, era un partido muy fuerte, con mucho carisma; y, además, los hechos y los tiempos le acompañaban en sus tesis. En 1933 era evidente que Iván Soviético se merecía alguna alegría para el cuerpo; que el comunismo había pasado ya demasiadas añadas taking a walk on the wild side. Por eso, Stalin, en su inicio, pareció concertar con ellos; pero aquello no era nada más que la goma que hacía Perico Delgado en sus buenos tiempos, cuando parecía quedarse atrás, pero sólo porque estaba preparando el ataque en la siguiente rampa.

En enero de 1933, el Comité Central tenía Pleno. Algunos días antes, Ordzhonikizde se empeñó en que Stalin recibiese a un ingeniero llamado Avraam Pavlovitch Zaveniagin. Fue una cita bien preparada por Sergo para transmitirle a Stalin una idea, que era la de Zaveniagin: el régimen se había obsesionado por construir; pero construir es una ful si lo que construyes luego no funciona a buen ritmo. El ingeniero convenció al secretario general y, por eso, Stalin, en su intervención frente al CC dejó las cosas casas: el anterior Plan Quinquenal había ido sobre construir; el objetivo del Segundo sería hacer operativo lo construido.

Con la instrucción de enero de 1933, Iosif Stalin introdujo a la estructura productiva soviética en el proceloso mundo de la eficiencia productiva y los incentivos para quien lo hace bien; atmósfera en la que, la verdad sea dicha, el comunismo soviético nunca supo respirar bien.

El problema para el estalinismo y para la Unión Soviética es que, en realidad, el secretario general sólo sabía hacer las cosas de una manera. Su forma de procesar las nuevas demandas que se derivaban de los consejos de Zaveniagin fue la directiva de 28 de abril de 1933, esto es, la orden contra los “saboteadores” y “agentes dobles pretendidamente bolcheviques” de las fábricas. O sea: si una factoría no funcionaba como es debido eso, claro, no podía ser consecuencia de un sistema en el que su gerente, en la práctica, no tenía incentivo alguno para producir más y mejor; la razón tenía que ser que no lo hacía porque era un hijo de puta, comunistamente hablando.

La primera persona que utilizó la expresión “gran purga” fue Yarovslavsky, en un artículo aparecido aquella primavera y que, lógicamente, escribió por la cuenta que le trajo. El 1 de junio de 1933, la operación comenzó oficialmente en Moscú, Leningrado y otras ocho regiones más. Se revisaron los antecedentes y actuación de los cerca de un millón de cuadros comunistas que vivían y trabajaban en esos lugares, y aproximadamente uno de cada seis fue expulsado del Partido.

Gorky y los moderados tenían que reaccionar. Y lo hicieron tratando de alimentar el ego del secretario general del Partido. Gorky le vino a decir a Stalin que todo el mundo reconocía los enormes méritos de la estrategia desplegada por Stalin en los últimos años; trató de convencerle, pues, de que, en el fondo, estaba actuando contra sus propios admiradores. Dentro de esta política, por ejemplo, Gorky le arrancó a Stalin el permiso para ser visitado por Kamenev quien, en presencia del secretario general, abjuró de sus pasadas ideas y posicionamientos. Stalin respondió otorgándole un puesto directivo en la principal editorial del Partido. Zinoviev, de hecho, junto con otros tantos viejos opositores, fueron recibidos de nuevo en el Partido, con tiempo para participar en el Congreso que estaba agendado para enero de 1934.

El 1 de enero de 1934, Karl Radek firmó un largo artículo en Pravda que saludaba el genio de Stalin con grandilocuentes expresiones. El artículo, inequívocamente titulado El arquitecto de la sociedad socialista, venía a decir que las fuerzas burguesas nunca llegaron a imaginar que Lenin sería sucedido por alguien capaz de mejorar su labor; aunque, en realidad, como siempre ocurre con estas cosas; como siempre ocurre con los dictadores, los Papas y ese tipo de gente, todo ello se revestía del típico manto de falsa humildad. Stalin no quería ser sino el intérprete de la herencia de Lenin, exactamente igual que Lenin no quiso ser sino el intérprete de la herencia de Marx. Asimismo, desarrollaba la idea de que, dado que el proyecto socialista tenía fuertes y numerosos enemigos en el mundo, era necesario avanzar en el socialismo lo más posible para equilibrar las cosas.

En las primeras semanas de 1934, los partidos comunistas de toda la URSS eligieron los 1.225 delegados con derecho a voto, y 736 sin derecho, que enviarían al XVII Congreso del PCUS. Sin embargo, como suele ocurrir, apenas hubo novedades, y todos los delegados elegidos eran, en realidad, las personas que mandaban en cada estructura territorial. En lenguaje actual, podríamos decir que se envió a los barones. En la práctica, en el XVII Congreso los viejos bolcheviques que se habían hecho tales al mismo tiempo que Lenin eran una minoría del 10%; los delegados del Partido eran, en su inmensa mayoría, personas que habían entrado en la organización cuando Lenin ya estaba creando, o había creado, la URSS y el PCUS. En todo caso, la vieja guardia, las personas que podían recordar a un Stalin pringao tratando de hacerse un sitio en el poder, dominaba los escalones representativos del Partido; pero sería la última vez. De los 1.966 delegados totales, 1.108 serían arrestados y, la mayoría, asesinados en los años venideros. Y no hizo falta ninguna burguesía para cometer el crimen.

Varias veces antes de la celebración del Congreso en sí, Zinoviev y Kamenev hicieron intentos varios de acercarse a Stalin, muchas veces en forma de visitas personales a la dacha del secretario general, normalmente sin ser anunciados. Kamenev era un hombre todavía joven, cuarenta y tantos años; pero estaba notablemente envejecido por los problemas y disgustos y, sobre todo, por la sensación clara de que había perdido una partida que no pocas veces debió de considerar ganada, pues poco menos que el mundo se la debía. En ese momento, estoy convencido, si alguien les hubiera dicho que terminarían delante de un paredón, no se lo habrían creído. En ese momento, a pesar de que las purgas estaban ya verdaderamente cercanas; a pesar de que Stalin había cesado por completo en su escasa práctica de hacer visitas a provincias y lugares de la URSS y había comenzado a permanecer totalmente ajeno a la vista de nadie; a pesar de que el secretario general ya daba muestras claras de haber desarrollado una notable desconfianza hacia absolutamente todo el mundo. A pesar de todo eso, digo, Kamenev y Zinoviev, sobre todo el primero, todavía pensaban que todo se podía arreglar con una buena borrachera, y que serían readmitidos en los altos escalones del Poder.

Stalin, por su parte, no pocas veces le dio alas a estos sentimientos por parte de sus otrora camaradas. Se diría que le gustaba, de cuando en cuando, dar la impresión de que aceptaba alguna posibilidad de reconstruir la amistad. Pero el suyo no era sino el principio de Michael Corleone, heredado de su padre: ten cerca a tus amigos; pero más cerca aún a tus enemigos. En esto, la verdad, le doy la razón a Iosif. Kamenev y Zinoviev no eran ningunos santos; ningún revolucionario lo era. Los revolucionarios leninistas de primera hora eran unos cachoburros con borlas, gente que se había cargado a un zar y a sus hijos sin pestañear y que había hecho lo mismo con centenares de miles de sus conciudadanos; y los revolucionarios de segunda, tercera y cuarta hora no eran otra cosa que el tipo de mafioso en que se convierte un gobernante no democrático cuando se consolida. Stalin sabía que nunca permitiría la vuelta de Zinoviev y Kamenev a la Champions League del poder soviético porque, por muy acojonados que estuviesen, por muy mal que lo estuviesen pasando ahora que estaban sin poder, sólo era cuestión de tiempo que se envalentonasen de nuevo. A los revolucionarios de primera hora no les pararon los exilios y las palizas en las comisarías zaristas; ¿por qué ahora habría de ser distinto? Stalin pensaba que si los aceptaba de nuevo en su seno, tarde o temprano volverían a intentar traicionarlo. Y yo, la verdad, creo que tenía razón.

El Congreso, prontamente etiquetado por el comunismo oficial como El Congreso de los Vencedores, comenzó el 26 de enero, con un breve discurso de Molotov. Como ya hemos visto por el artículo de Radek, el Congreso se producía en medio de un culto sin ambages a la personalidad de Stalin; pero eso, como ya os he señalado, era parte de la estrategia de los moderados, que buscaban convencer al secretario general de que no perdía nada, y ganaba mucho, si decidía tener el gesto de perdonar a los relapsos e invitarlos a entrar de nuevo en el Partido. El 26 de enero, por otra parte, era el décimo aniversario de la oración fúnebre de Stalin a la muerte de Lenin; y que la fecha fue buscada a propósito nos lo dice que el propio Pravda, en el décimo aniversario de la muerte de Lenin, algunos días antes, se preocupó de dejar claro en su editorial que “diez años después, el juramento de Stalin se ha cumplido”; más claro, el mismo día 26, Radek publicó un artículo en Izvestia titulado El juramento cumplido, en el que, entre otras cosas, recordaba que el sueño de Lenin de una URSS con 100.000 tractores se había cumplido dos veces ya. La sesión conmemorativa convocada en el teatro Bolshoi, con todo el Politburo presente, se caracterizó por el escándalo que se montó cuando entró Stalin, con todo el teatro aplaudiendo y gritando “¡Jefe, jefe!” (como le gritaban las JAP a Gil Robles en la II República; gritos que, por cierto, los comunistas interpretaron, e interpretan a día de hoy, en el sentido de que, ejem, era un fascista).

Como os he dicho, muchos de esos comepollas lo hacían buscando que la polla de Stalin quedase ahíta y, por lo tanto, el secretario general se aviniese a ser magnánimo. Pero eso no hace sino confirmar que, en realidad, ellos, como todos los demás, no conocían a Stalin.

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